8 de junio de 2012

Un lugar donde quedarse (2011), Paolo Sorrentino

Sean Penn interpreta a una antigua estrella del rock que ha dejado de tener aspiraciones en la vida. Decaído, parado, inmaduro… un hombre incapaz de nada hasta el momento en que se produce la muerte de su padre, con el que no tenía ninguna relación. Casi como una revelación, decide retomar el deseo de éste, de encontrar para vengarse, al oficial alemán que un día lo humilló en Austchwitz.  

El propio cartel de Un lugar donde quedarse (This must be the place), cuya desafortunada transcripción española emula a una película de Sam Mendes, dice mucho de lo que vamos a ver. Un primer plano de un Sean Penn decadente, cuyos rasgos góticos recuerdan inequívocamente al líder de The Cure, nos transmite de inmediato que va a recaer todo el peso de la película sobre él. Una película en la que, hasta el momento en que se convierte en road movie, todo va bien.

La presentación de los personajes es modélica, la filmación y el montaje, inteligentes. Poco a poco uno se va acostumbrando a la interpretación confusa, pero notable pese a lo que se diga, de Sean Penn. Aunque de entrada parece una muestra más del narcisismo que ha demostrado el actor norteamericano en los últimos años, inventa sin embargo a un personaje que raya lo grotesco porque el papel se lo pide. Su personaje es en realidad el reflejo o evolución de los protagonistas de la primera película de Paolo Sorrentino, L’uomo in piu, así como de su creación literaria. Personajes que son la viva imagen de la tragicomedia. Seres excéntricos arrastrados hacia situaciones casi surrealistas, cuya existencia es la representación de la decadencia humana. Por eso no sabemos si llorar o reír ante la excentricidad de un personaje tan bizarro como el suyo. 

A partir de esa puesta en situación, la trama toma un giro demasiado forzado para reconducir los pasos del protagonista hacia una especie de viaje hacia sí mismo y los fantasmas de su pasado. Este giro no es otro que optar por una situación tan dramática como fue el Holocausto para hacer reaccionar al personaje. Todo es entonces demasiado rebuscado, demasiado barroco.
Puestos a posicionarse ante la justificada ambigüedad de opiniones que ha despertado Un lugar para quedarse, diremos en su defensa que adopta un lenguaje audiovisual que acompaña a la perfección su carácter excéntrico y desconcertante. Porque Sorrentino sigue siendo un realizador altamente recomendable. Eso sí, en esta ocasión se le va la mano.

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