24 de febrero de 2012

Shame (2011), Steve McQueen

Brandon es un adicto al sexo. Alguien enfermo que necesita saciar sus pulsiones sexuales a cualquier hora, en cualquier lugar. Lleva a una vida triste y mecanizada en la que únicamente es capaz de combinar, de forma casi tediosa, sexo y trabajo. Su hermana lo visita y se instala en su piso en busca de ayuda, del cariño necesario para huir de la depresión. Pero en lugar de encontrar sosiego el uno en el otro, siguen siendo dos personas que se acercan peligrosamente al abismo.

Una de las virtudes de Shame es que consigue focalizar con pasmosa facilidad un mal sufrido por la sociedad actual. Se centra en una de las facetas más desgarradoras de nuestro mundo consumista, la búsqueda de la satisfacción sin fin, de la consecución continua del deseo. Situación que llevada al límite es capaz de rebasar la propia condición de saciedad, desembocando en una situación de vacío, de existencia insustancial y aislamiento.

Otra virtud es que se trata de una película de esas que tiene sello, propias del cine de autor. El prometedor cineasta británico Steve McQueen ya consiguió hacerse con la Cámara de Oro de Un Certain Regard en el Festival de Cannes y el BAFTA a la mejor película con su ópera prima, el contundente drama carcelario Hunger (2008). Tres años después, Shame funciona como un auténtico panfleto cinematográfico, como una declaración de intenciones. McQueen revoluciona la puesta en escena, crea un entorno abstracto, un fondo casi neutro en el que se desarrolla una escena donde literalmente se retratan los cuerpos. Como él mismo dice, trata de descubrir el espacio tanteándolo a través de la cámara como si lo atravesara a oscuras. Utilizando el tacto, el olfato, el oído… y es entonces donde aparece el cuerpo, el desnudo y su pulsión. Por lo que no es extraño que obtenga un resultado estético que entraña mucho de la fotografía de Robert Mapplethorpe. Hay escenas del film en las que McQueen concibe el plano como un ente puramente artístico, donde pierde fuerza el fondo, la profundidad del cuadro, en beneficio de unos personajes que se mueven de manera coreográfica. A través de ellos la escena transcurre sin cortes y sin prisas, utilizando más los gestos que las palabras.

Expresada paradójicamente a través de la carencia de exteriores, mediante la soledad del metro y las oficinas situadas en rascacielos, en ocasiones la inmensidad de la ciudad de Nueva York parece absorber a los protagonistas. Se consolidan un asombroso Michael Fassbender (que se ha llevado ya unos cuantos premios por esta interpretación) y una excelente Carey Mulligan. Queda para el recuerdo la preciosa escena en la que Sissy (Mulligan) interpreta una triste versión de “New York, New York” en un local ante Brandon (Fassbender) y su jefe. El espectador puede sentir como a través de la canción hay más comunicación entre los dos protagonistas que mediante las conversaciones que tienen a lo largo de la película.

Fassbender consigue contrariar al espectador. Por un lado lo conmueve, sea por lástima o por sus muchos atractivos. Por otro, llega a ser sumamente desagradable, aunque no de la forma tan extrema como el personaje interpretado por Isabelle Huppert en La pianista (Michael Haneke, 2001). Porque en su condición de ser una especie de galán irresistible, este actor británico te arrastra con él hacia el abismo consiguiendo que llegues a sentir grima.

Permitiendo algún pequeño desliz y algún giro del guión que ya ha llevado a cierta polémica por posibles interpretaciones sexistas (exageradas), Shame es una película muy completa. Cruda, descarnada, controvertida y visualmente abrumadora. De lo mejor que ha llegado a nuestras pantallas en el último año.

18 de febrero de 2012

J. Edgar (2011), Clint Eastwood

Que la interpretación y el físico de los actores es el elemento principal del cine no es algo nuevo. Porque por muy buenos que sean los medios, si los actores no son creíbles, la película se desmorona. En J. Edgar las interpretaciones son excelentes, pero a pesar de todo, cuesta creerse físicamente a los protagonistas. Como se ha venido diciendo desde su estreno, el maquillaje no consigue transformar al completo a los personajes. Algo casi imposible, si tenemos en cuenta que los vemos envejecer cincuenta años.

Por lo demás, J. Edgar es otro producto marca de la casa. Lo último de Clint Eastwood, uno de los grandes monstruos cinematográficos de Hollywood. Dejando pues al margen la posibilidad de haber utilizado a otros actores para interpretar la vejez de los protagonistas, la película resume el carácter esencial del cine del director de Gran Torino (2008). Conserva su gusto por la narración precisa, por el carácter pictórico de los planos, el interés por adentrarse en momentos clave de la historia de su país. Porque el cine de Eastwood nos ha contado ni más ni menos que la historia del último siglo. Algunos de sus mejores títulos lo reflejan: Sin Perdón (la antesala del capitalismo); El Intercambio (la Gran Depresión); Cartas desde Iwo Jima (Segunda Guera Mundial); Cazador blanco, corazón negro (los cincuenta), Los puentes de Madison (los sesenta), Un mundo perfecto (los setenta); El sargento de hierro (los ochenta); Poder absoluto (los noventa) y Million Dollar Baby (el inicio del s. XXI).

En esta ocasión el cineasta norteamericano nos presenta un biopic sobre la vida de J. Edgar Hoover. Narrado hábilmente de forma no lineal, con un punto de vista claro y omnipresente, que no es otro que el del propio Hoover. El director del Federal Bureau of Investigation (FBI) toma la palabra para retratarse a sí mismo, para que veamos a través de sus memorias la clase de hombre que fue y cómo quería que se le recordara. Sin embargo, y sobre todo a medida que va avanzando la película, es Eastwood quien le toma el testigo al tirano, para mostrarnos su lado más humano, su faceta más desconocida. De tal manera que surge la contradicción pura, el contraste entre el ser idealizado y el hombre de a pie. Se desnuda al mito para mostrar su patetismo, las facetas más ocultas de su carácter, contrapuestas a su imagen pública.

J. Edgar Hoover dedicó su vida de forma fanática, a la persecución de la amenaza antiamericana. Protagonista de la caza de brujas, estuvo al frente del servicio de inteligencia americano durante 48 años. Actuando casi con total impunidad, tomando la ley por su mano cuando lo creía necesario. Anticomunista, racista y antisemita, Hoover sobrevivió al mandado de ocho presidentes (Coolidge, H. Hoover, Roosevelt, Truman, Eisenhower, Kennedy, Johnson y Nixon). Y es que algunos de ellos intentaron destituirle, y si no lo consiguieron, fue principalmente por miedo a que se descubrieran sus secretos. Porque Hoover tenía investigado incluso al más poderoso de ellos. Nunca se sabía que carta podía tener en la manga, por eso todos lo temían.

Aunque es excelente describiendo los acontecimientos políticos, Eastwood no vuelca en ellos mayor parte de su interés. Le interesa más el Hoover que, creyéndose superior a sus congéneres, sufría ansiedad y dificultad en el habla; el hombre que vivió con su madre durante casi toda su vida y no se atrevió a reconocer su homosexualidad. La película acaba siendo más que una trama política, una historia de amor contenida.

10 de febrero de 2012

Eva (2011), Kike Maíllo

Eva nos presenta una historia futurista y llena de suspense, que gira en torno a un triángulo amoroso. Una película de género arriesgada y diferente en una cinematografía española, donde es escaso el cine de ciencia ficción. De momento 12 nominaciones a los Goya la respaldan.

El film se sitúa en un paisaje gélido, asolado por la nieve. Un lugar donde, en el año 2041, el ser humano es capaz de crear robots a su imagen y semejanza. Para trasladarnos a este ambiente futurista, se entremezcla la reproducción de la estética de los años 70 con la utilización de unos efectos especiales notables. Los coches, los interiores o la forma de vestir de esa época conviven con la inteligencia artificial. Algo que aunque resulta un poco extraño al principio, acaba dando buen resultado.

El punto de partida de la trama es el retorno a la ciudad del protagonista del film, Álex (Daniel Brühl). Lo cual cierra un triángulo amoroso formado por su hermano (Alberto Ammann) y la mujer de éste (Marta Etura) en el que participa un factor externo: Eva. Álex vuelve a la ciudad donde se creció con el cometido de retomar una investigación sobre la robótica emocional aplicada a niños robots. Pero en el fondo esa es sólo la excusa, porque hay otros motivos que lo empujan a volver.

A través de unas localizaciones muy bien elegidas y una fotografía muy bien ejecutada, el espectador siente los sentimientos de nostalgia y tristeza que le producen al protagonista el entorno en el que de nuevo se encuentra. La labor de la producción artística es encomiable, porque el fondo de la escena transmite los sentimientos del protagonista tanto como su propia interpretación.

Con la primera secuencia de la película, Maíllo ya nos presenta ese angosto y duro paisaje. Nos muestra aquello que ni siquiera el ser humano es capaz de contener: la naturaleza. Y para ello utiliza uno de los más preciados recursos utilizados por el maestro del suspense, Alfred Hitchcock. Mediante un flash forward nos enseña en la secuencia inicial, el que será prácticamente el desenlace de la película. Una forma maravillosa de encarar la trama dejándonos ver, cuando aún no conocemos nada de la misma, cuál será su detonante.

No sería nada descabellado que Eva se llevara unos cuantos premios el próximo 19 de febrero. Aunque lo tenga difícil en candidaturas como mejor guión original, mejor dirección de fotografía, mejor actor principal o mejor actor de reparto, al menos los premios a los mejores efectos especiales y mejor director novel serían más que merecidos.

Drive (2011), Nicolas Winding Refn

Basada en la novela homónima de James Sallis, Drive significa la primera incursión en el cine norteamericano del danés Nicolas Winding Refn. Un cineasta que aunque ha realizado ocho películas, ha sido hasta el momento un desconocido en las pantallas de nuestro país.
Ryan Gosling encarna a un conductor especialista en películas de acción. Un personaje sin nombre, que siempre lleva una chaqueta con un escorpión bordado en la espalda. Un hombre que explota su pericia al volante conduciendo esporádicamente para ladrones. Alguien reservado, casi inexpresivo y con cierto aire nostálgico y decadente, que pronto se enamora de su vecina. Un hombre ambiguo, que deja correr la vida, cuyo destino parece estar escrito. Capaz de representar el más puro romanticismo y la más descarnada violencia. Algo que Ryan Gosling, uno de los chicos de moda de Hollywood este año (Crazy, stupid, love , de Ficarra y Requa y Los idus de mayo, de George Clooney), consigue transmitir a la perfección.
Drive es una película que te atrapa de principio a fin. Deudora del film de Walter Hill Driver (1978), las referencias al buen thriller de acción y al cine negro americano se mantienen durante toda la película. Con diálogos escuetos y una estética ochentera, sus imágenes estilizadas hablan por sí solas. Son la más pura expresión de la soledad y el deterioro de unos personajes que se mueven hacia un desenlace que parece inevitable, al que sin embargo permanecemos absolutamente enganchados. En algunos momentos, las escenas parecen arrastrarnos hacia la atmósfera desoladora de la pintura de Hopper.
Además, la película de Widing Refn ha sido una de las más gratas sorpresas del último Festival de Cannes, donde se llevó el premio a la mejor dirección. La maestría con la que está rodada desde la primera secuencia, da cuenta de ello. La presentación del personaje y la estética, la síntesis de lo que serán las persecuciones en el resto de la película, la entrada de la banda sonora, cómo los personajes van cayendo en las redes de la mafia...
En esta película el realizador danés es capaz de rodar las más brillantes escenas de persecución con una sobriedad absoluta y sin alardear de efectismos. Utilizando un realismo crudo y de lo más duro (sobre todo en algunas escenas de violencia explícita), es capaz sin embargo, de dejar algún que otro momento memorable al más puro romanticismo poético.
Aunque ha sido poco valorada en las nominaciones a los Oscar, en las que opta únicamente a mejor montaje de sonido, lo cierto es que Drive supone una de las mejores producciones de 2011, al menos en lo que al cine de género se refiere.

5 de febrero de 2012

El gato desaparece (2011), Carlos Sorín

El gato desaparece supone un cambio en la carrera del realizador argentino Carlos Sorín, que abandona la Patagonia y su peculiar manera de entender la ficción cinematográfica para rodar en Buenos Aires y hacer cine de género.

El director de Historias mínimas (2002) siempre ha tenido un estilo muy característico que le ha situado como uno de los principales cineastas del cine argentino actual. Desde La película del rey (1986) a Bombón, el perro (2004), la Patagonia y la carretera son en su cine un personaje más. El gusto por la anécdota o su forma de entender la ficción a través de algunos elementos del documental, son otras marcas de la casa. Porque suele trabajar con actores no profesionales, con esbozos de guión, rodando situaciones espontáneas, dejándose llevar por los acontecimientos del rodaje.

Sin embargo, con El gato desaparece apuesta por el cine de género, en concreto por el suspense. Y para ello, retoma algunos aspectos a los que ya se acercaba en sus dos anteriores películas. Para empezar, localiza la película en Buenos Aires. Tal y como ocurría en El camino de San Diego (2006), donde el protagonista emprende un casi patético y largo camino hacia la capital de Argentina en busca de su ídolo Diego Armando Maradona. Lo cual nos muestra además al personaje típico de Sorín: el perdedor. Y con él otro pilar del cine del argentino: siempre intenta mostrar la ambición y la alegría con la que enfrentan la vida aquellos que tienen muy poco.

El gato desaparece se abre de forma original e irónica, quiénes son los personajes y por qué se encuentran en esta situación. Esto es, que nos presenta aquello que debemos saber sobre el matrimonio protagonista, pero sin mostrárnoslo todavía físicamente. Luís ha sufrido un brote psicótico violento que le ha mantenido internado durante un tiempo. Su mujer Beatriz, celebra que pueda al fin volver a casa siguiendo un tratamiento temporal. Sin embargo, no puede evitar pensar en la posibilidad de que vuelva a ocurrir algo parecido.

Con ese punto de partida, Sorín articula un thriller que transcurre principalmente en un mismo espacio cerrado, donde la puesta en escena juega un rol fundamental (como ya sucedía en La ventana, 2008). Y donde consigue mantener en todo momento el suspense, alargando algunas escenas hasta el momento exacto, dotando de la pausa necesaria las acciones de sus personajes.

Aunque El gato desaparece suponga un giro en la carrera del realizador argentino, lo cierto es que continúa filmando con la misma sobriedad. Sus personajes son en el fondo los de siempre. Sencillos, naturales, espontáneos. Porque Sorín continúa mostrando una de sus mayores virtudes, contar mucho con muy poco.