15 de octubre de 2007

La mirada crítica de José Miguel García Cortés al frente del EACC

En la era de la construcción masiva, la proliferación de museos de arte contemporáneo se ha convertido en un referente de caché para las ciudades. Museos que deben tener todas las capitales o ciudades cuyo número de habitantes ronde o supere las doscientas mil personas. Algo que llena de esperanzas a todos los que creemos en los diálogos que puede establecer el arte desde sus instituciones, si bien se realiza una gestión y organización adecuada. Por el contrario, se suele repetir el gesto de tirar la piedra y esconder la mano. Dicho de otro modo, levantar el edificio olvidándose de lo que debe haber dentro. Por ello, en torno al hecho de crear un museo se produce el efecto circular de preocupación-despreocupación. Interés por crear una institución según necesidades populares y de prestigio. Despreocupación que provoca una administración rácana y descuido por la cultura. Y es que, como diría José Miguel García Cortés, el problema de un museo no es la piel que lo recubre, sino el contenido que le da vida.

El Espai d’Art Contemporani de Castelló (EACC) nacía en Junio de 1999 fruto del proyecto Castelló Cultural de la Consellería de Cultura, que ofreció la dirección a José Miguel García Cortés. Una persona con unos ideales claros, cuyo primer problema era conseguir contactar con una población no habituada a las posibilidades y el dispositivo crítico del arte contemporáneo y las iniciativas poco convencionales que Cortés pretendía llevar a cabo. La dirección del museo se decantó por propuestas expositivas interdisciplinares que aspiraran a convertir el EACC en un foro de cultura contemporánea que superara las formas de ver y entender la obra artística. Y lo consiguió. En pocos meses el EACC atravesó las fronteras de la Comunitat Valenciana llegando incluso al ámbito internacional, convirtiéndose en un referente nacional.

Desde la primera exposición, Jeff Wall, Pepe Espaliú: tiempo suspendido –que supuso la primera llegada a España de Wall- hasta la trilogía Micropolíticas: Arte y cotidianidad, que cerró la etapa Cortés, pasando -entre muchas otras- por Zona F, A sangre y fuego, Héroes caídos o Contra la arquitectura: la urgencia de re-pensar la ciudad, el propósito siempre fue innovador y dialogante. “Me gustaría que el EACC se convirtiera en un microcosmos, como lo que representan las ciudades, y que ayudara a crear procesos de hibridación. Buscar un constante proceso de renovación, por contacto con el fuerte consumismo de nuestros días”, comentaba Cortés en una entrevista. Por ello el propósito del EACC fue establecer redes de diálogo con el entorno, un dispositivo crítico donde debatir la situación y el porvenir de la sociedad en la que nos desenvolvemos y el papel que en ella el arte puede jugar.

Exposiciones, talleres, ciclos de cine, conferencias, publicaciones y conciertos que llevaron al centro de cultura contemporánea de Castellón a participar del debate artístico a nivel internacional. Consiguiendo en poco tiempo, reunir en una de las ciudades más pequeñas del país -con un centro de dichas características-, a algunos de los artistas, críticos y especialistas más destacados de la esfera internacional.

La trilogía Micropolíticas funcionó como colofón que demostraba que es posible llevar a cabo el tipo de iniciativas de las que venimos haciendo gala. Ese tipo de institución con carácter, fuera de los convencionalismos orientados al comercio del arte y menos al debate –los cuales abundan en España-. Con un proyecto absolutamente interesante, debatiendo sobre los acontecimientos de relevancia que han marcado al mundo en los últimos treinta años y una publicación digna de un gran centro internacional, Cortés dejaba el EACC contento por haber conseguido sus propósitos. Cinco años que fueron el reflejo de una revisión crítica del arte en su presencia social, política y antropológica.

Hoy el EACC sigue siendo un referente para los castellonenses que estamos interesados en la cultura y en los debates que puede establecer el arte. Necesitamos que el material artístico rompa las barreras del museo y se esparza por nuestras calles, cuestionando todo lo cuestionable, poniendo en evidencia las verdades que algunos esconden, haciendo que reflexionemos sobre todo aquello que nos rodea. Porque el arte es algo más que pura mercancía.

4 de octubre de 2007

La anguila (1997), Shohei Imamura

Iniciado como ayudante de dirección de Yasujiro Ozu, el último de los grandes maestros japoneses nos abandonó hace tan sólo un año dejando para la prosperidad grandes títulos como la indispensable La balada de Narayama o La anguila, ganadoras de la Palma de Oro en Cannes en 1983 y 1997 respectivamente.
Ambas son un ejemplo de ese cine que incita a la reflexión moral, sobre el valor de las conductas humanas, sobre lo equívoco en la aplicación de los poderes del sistema.
Con las dotes de humanista y antropólogo que le acompañan durante toda su carrera, Imamura se esfuerza en iniciar un diálogo en torno a las atrocidades que pueden llegar a cometerse en una comunidad cuestionando la validez de los métodos que ésta aplica. En La anguila el protagonista es encarcelado por asesinar a su mujer. Él mismo se entregó a la policía tras haber cometido el crimen por celos y, decidido a pagar por ello. Él mismo reconoce durante la libertad condicional que no ha cambiado en nada. Es consciente de la barbarie que ha cometido porque en el momento de cometerla ya lo era. Sabe que jamás podría hacer algo así, pero no gracias a la solución aportada por el sistema. Los años de cárcel tan sólo le han servido para aislarse y comunicarse únicamente con su mascota: una anguila, a quien habla y dedica sus escuetas sonrisas. Error del sistema que confirma el compañero de cárcel del protagonista, ahora libre. Un hombre que bajo ningún concepto quiere seguir las normas sociales y que busca, con sus agresiones, intentos de violación, etc, volver a la cárcel, donde solamente ha conseguido acumular odio.
Éste, un tema central en el film, pero ante el cual circulan otros muchos. Tantos como la reinserción –fallida- de los presos a la sociedad; la lucha encarnizada del capitalista que trata de enriquecerse a toda costa; la valía de la moralidad social; etc. Todo envuelto por unos toques de surrealismo –en lo referente a lo que el protagonista imagina- y bella cotidianeidad vivida por unos personajes de lo más entrañables. Sin olvidar ciertas pinceladas como las que hubiera dado –y da- Kim Ki-Duk, de magia redentora en un ambiente tranquilo y natural, alejado de los humos de la ciudad. Cada personaje vive, al final, para pagar sus errores.